sábado, 28 de abril de 2018

Las falsificaciones de la esperanza en Dios, por R. Thibaut (I de II)


Las falsificaciones de la esperanza en Dios

Nota del Blog: Hermoso y profundo trabajo del P. R. Thibaut, seguramente conocido ya por los lectores de este Blog como agudo exégeta, y que se muestra aquí, además, como un gran autor espiritual. Este estudio apareció en la Nouvelle Revue Théologique, tomo 61 (1934), pag. 837-845.

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Es de gran utilidad confrontar la verdadera esperanza con las falsificaciones de esta excelente virtud, pues amenazan desacreditarla si es que no suplantarla. Se trata de la presunción ignorante y de la presunción perezosa. En cuanto a la presunción orgullosa no tenemos nada que decir aquí: este exceso de confianza en sí evidentemente no simula la confianza en Dios, a la cual se opone abiertamente como la misma desesperanza. Pero las otras dos presunciones pasan muy a menudo por una auténtica confianza en Dios. Es su atributo común. Se distinguen en que la ignorante minimiza los dones divinos reales que pretende esperar, mientras que la perezosa magnifica las ficciones miserables que espera en lugar de los dones divinos.

La Presunción ignorante.

Es cierto que la ignorancia alimenta esperanzas humanas. Existe una bella declaración: el que quiere puede; sólo cuesta el primer paso; la fortuna favorece a los audaces, etc.; la experiencia opone los hechos a estas bellas frases: mientras más reflexiona el hombre, más duda en emprender; la mayoría de las empresas fracasan y los privilegiados que tienen éxito, lo atribuyen al azar o a la Providencia, confesando que, si hubieran previsto lo que les esperaba, hubieran desesperado de triunfar. Lo mismo sucede con la esperanza en Dios: muchos no cuentan con el don de Dios porque ignoran su inmensidad. Si supieran lo que es la vida eterna, que profesan esperar, o el perdón de los pecados, que esperan obtener sin límites, a menos que no tengan al mismo tiempo una idea completamente diferente de la infinita Bondad de Dios que la que se forjaron a su imagen, se los escucharía, desgarrando bruscamente el semblante de confianza que ocultaba su profunda desesperanza, exclamar con una terrible sinceridad: “¡El cielo no está hecho para nosotros!” – “¡Nuestros pecados son demasiado grandes para que Dios los perdone!”.


Pero para esperar la beatitud tal como se la imaginan o la remisión de los “pecadillos” de los que tienen conciencia, no hay necesidad, se lo concedemos, de una fe heroica. Cuando dicen alegremente “Dios es demasiado bueno para condenarme” – “Dios es demasiado bueno para perdonarme”, lo que realmente quieren decir es: “Dios sería muy cruel si me condenara” – “Dios sería muy vengativo si me rechazara el perdón”. ¿Cómo es posible que una confianza reducida a este punto tuviera aún el nombre de virtud? Se trata en realidad de un vicio: la presunción ignorante.

Es sobre todo desconociendo la gravedad del pecado o el precio del perdón que la presunción ignorante prepara en secreto la desesperanza. El que minimiza sus deudas se duerme con la seguridad de enfrentar el vencimiento, descuida acumular la suma necesaria y, llegada la hora de pagar, no tiene más remedio que declararse insolvente.

La verdadera confianza en Dios no tiene nada que ver con el vano pretexto de que el pecado es poca cosa o que a Dios le cuesta poco borrarlo; se inspira únicamente en la infinita misericordia de la cual se hace la más alta idea. Magnifica ese atributo caro a Dios, mientras que la presunción lo degrada. Cuando el pecado aparezca en toda su fealdad, la confianza osará aún esperar el perdón, mientras que la presunción, perdiendo su apoyo, se abismará en la desesperación.

Si el presuntuoso minimiza el pecado, cuya remisión reduce, es que evidentemente duda de la clemencia infinita. Es más fácil creer en la insignificancia del mal que en la inmensidad de la misericordia. Confesémoslo: la verdadera confianza en Dios exige una fe naturalmente imposible. Para esperar el perdón, en la economía actual de la salvación, ¿no hay que tener la audacia de decir a Dios: “¡Hazte hombre como yo, toma sobre Ti mis pecados y muere en mi lugar!”? Es cierto que, para esperar el perdón en esas condiciones, hay que llevar la confianza lejos, pero aquel que tuviera verdaderamente esta confianza, ¿encontrará aún el triste coraje de ofender a su Salvador? Sin dudas, a veces es difícil evitar el pecado, pero no es menos arduo esperar realmente el perdón. Esta es la razón por la que Dios, si bien nos amenaza con fuerza para que nos alejemos de los caminos escabrosos, más fuertemente promete el perdón para que nos levantemos después de la caída. ¿Creéis que la revelación insistiría tanto sobre la misericordia si fuera tan cómodo creer en ella? Para arrojarnos en los brazos de un Dios ofendido, hace falta nada menos que el fuego del infierno detrás de nosotros y, delante de nuestros ojos, Cristo en la cruz suplicando a su Padre que tenga piedad de nosotros.

El perdón no es el único don de Dios cuyo precio ignora el hombre. ¿Hay un solo don de Dios que, dejados a nosotros mismos, tengamos la audacia de esperar sinceramente? Sin dudas que el hombre es naturalmente ambicioso ¿No pecó Adán en la loca esperanza de ser igual que Dios? ¿Pero qué idea se hacía entonces de la divinidad? Su pecado no era querer parecerse a Dios, porque Dios había creado al hombre a su imagen; era precisamente renegar la marca del Amor infinito y de imaginar, siguiendo la sugestión de Satán, un tirano celoso en lugar de un Padre misericordioso. He ahí el Dios que Adán quería ser, para lo cual le bastaba escuchar la voz de su naturaleza. Pero para recuperar la vida divina perdida por el pecado, para aspirar al ideal sobrenatural que Cristo, nuevo Adán, vino a poner ante nuestros ojos, hace falta algo muy distinto a una ambición natural, hace falta, por el contrario, vaciar el corazón de todos los deseos de la carne y de la sangre, perderse, renunciar, morir. En adelante, la esperanza es inseparable de la abnegación total ¿No es evidente que sobrepasa todas nuestras posibilidades naturales?

Es que el verdadero Dios no es el gran egoísta que la razón caída gusta imaginar. La perfección no es hacer el superhombre, llevar todo a su interés personal; es ser misericordioso como el Padre celeste, darse como Él a los amigos y enemigos, a los ingratos como a los que pagan con la misma moneda. Para esperar cristianamente, hay que creer a la Caridad: en efecto, sabemos que Dios no es el eterno solitario, inmovilizado en el amor de una persona única, que él es Trinidad, Amor en movimiento perpetuo, Don de sí integral, gratuito y de tal forma necesario a su esencia que, si por un imposible, una de las Tres personas se reservara la menor perfección, la Naturaleza divina sería reducida a la nada.

La Caridad, he aquí el dogma más difícil de creer, la virtud naturalmente más ingrata a ambicionar. “Dios es Caridad”. Sería insuficiente esta palabra inspirada. Revelada en términos humanos, aunque sea apoyada con impactantes milagros, no escaparía a las glosas que oscurecen o enervan. Más que renunciar, la humanidad haría de la “Caridad” una forma superior de egoísmo. Esta es la razón por la que el Verbo se hizo carne y se dio como alimento después de ser inmolado por nosotros. A este rasgo divino, ningún comentario ingenioso elevará la rectitud original.

Si Cristo es Dios, es evidente que Dios es caridad. ¡Esto es tan claro que, desesperando de escapar de otro modo a la conclusión, el judío egoísta, el pagano egoísta, el egoísmo antiguo y el egoísmo moderno siempre proclamaron y siempre proclamarán que Cristo, que pasó haciendo el bien y se ofreció por el rescate del género humano, que este hombre, todo caridad, incluso a causa de eso y no obstante toda prueba en contrario, no puede ser Dios! Es el misterio de la cruz, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero para nosotros, creyentes, revelación deslumbrante de la esencia de Dios.

Tenemos la esperanza de la salvación si creemos verdaderamente que Dios puede hacer de nosotros otros Cristos, hombres que no piensan en sí mismos y dedicados a los demás, y si deseamos sinceramente volvernos y permanecer eternamente tales. Pero no nos jactemos de esperar como se debe si para nosotros la salvación no es más que la preservación de un fuego intolerable. ¡Ay! ¡Cuántos creyentes, pseudo-creyentes, puestos a elegir, preferirían la nada asegurada a la angustiante incertidumbre “cielo o infierno”! Tan cierto es que el cielo no es para ellos sino la liberación del infierno.

Uno puede preguntarse si el error de los quietistas no ha venido, en parte al menos, de la confusión entre la verdadera esperanza y sus falsificaciones. ¿Cómo podrá la abnegación total inducir al desprecio de la esperanza cristiana, la cual supone en realidad la renuncia al amor propio? Todas las “bellas desesperanzas” serían censurables como herejías o blasfemias, si en el fondo no fueran una reacción barata contra la vulgar esperanza que llamamos presunción ignorante.